El ferrocarril "de los ingleses".

Desde que me conozco, he viajado en tren.
De chiquito, acompañando a mamá a comprar en los comercios en Montevideo, a pasear, y a la playa Ramírez en verano.
Tomábamos el tren al rayo del sol a las 14 horas, hasta la Estación Central.
De ahí, caminábamos una cuadra hasta la calle Galicia, y subíamos al tranvía eléctrico que nos dejaba en la misma playa.
En total, demorábamos una hora exacta.

Más tarde, teniendo doce años en 1934, durante los tres primeros años de liceo, fui al "Dámaso Larrañaga", que estaba en calle Paysandú casi Río Negro, a tres cuadras de la estación.
Demorábamos 45 minutos.
Sacábamos un abono mensual que nos costaba $ 3,34 y permitía hacer todos los viajes que quisiéramos.
De mañana iba al liceo "3" y de tarde, como mi madre tenía una pequeña librería (Librería San Miguel, ubicada  en un garage frente al Colegio San Isidro) yo le iba a buscar los libros de texto de vuelta a Montevideo, a las librerías Barreiro y Ramos, Monteverde y Mosca.
Hacía las cuadras necesarias de ida y vuelta, a pie cargado con los paquetes, ahorrando para poder comerme un fainá con los centésimos que mi madre me daba para el tranvía.
El ferrocarril era totalmente puntual, con locomotoras a vapor.
Tan puntual, que poníamos en hora nuestros relojes al sentir el silbato de salida del tren. Demoraba 28 minutos exactos y corrían treinta trenes diarios de ida y otros tantos de vuelta.
Se podía ir a trabajar de mañana, volver a Las Piedras, comer en 45 minutos y regresar a Montevideo en tren, rápido, descansados, conversando cómodos, con asientos amplios, y aire puro.
Había un expreso a San José que demoraba 16 minutos a Las Piedras.
La estación Central, era un nudo vital para el país.

Recuerdo el guarda que se apellidaba Bayarres, siempre de jarana.
Un día se puso una cuerda al cuello y se mostró como ahorcado al pasar por una estación en la que el tren no paraba.
Enseguida, el jefe de estación, avisó a la próxima estación, que pararan el tren porque había un ahorcado.
Bayarres, ya se había sacado la cuerda al cuello y se fue al otro extremo del tren.
Nunca pudieron explicarse qué pasaba.

Una noche, yo iba a trabajar en una "entrega de proyectos" en Facultad de Arquitectura, que en esa época estaba ubicada cerca del puerto.
Llevaba la regla "T" de un metro de largo, rollos de papel, termo, mate, sobretodo, etc.
Voy a subir al ómnibus, que iba vacío y no me paró (se subía casi siempre caminando por la plataforma trasera), erré con el pie y caí de cuclillas.
Permanecí agarrado al  pasamanos con una mano, mientras con la otra agarraba las cosas que llevaba.
El ómnibus siguió corriendo y yo no me animaba a soltarme a esa velocidad por la posible rodada.
Así por una cuadra.
Salían chispas de los clavos de los zapatos que quedaron mellados.
Al final, el ómnibus paró y el guarda me dijo "Así no se sube"
Y yo le contesté: "¿Cree que me gusta subir así? ¿Porqué no me paró?".

Ofelia venía de comprar la tela para el traje de novia.
En el hall de la estación de ferrocarril se encuentra con el canillita, que era conocido, quien le ofrece una revista y ella pone el paquete de la tela sobra la mesa de las revistas y luego sube al tren.
El tren parte y recién entonces, Ofelia se da cuenta que olvidó el paquete.
Baja en la estación Bella Vista, toma un tren que vuelve y se encuentra con el diarero afligido que le había guardado el paquete.
Eso era cosa normal, porque de una manera u otra, formábamos todos una familia, aunque con muchos no hablábamos, pero nos ayudábamos y cuidábamos los paquetes, respetábamos los asientos y cosas olvidadas.

Algunas veces, me pasó en Buenos Aires de encontrarme con algún conocido "de vista del ferrocarril", y allí sí nos saludábamos como viejos conocidos, porque en realidad la vida en el tren nos hermanaba.

Carlos A. Trobo.

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